sábado, 27 de diciembre de 2008

Retrato de un jóven constructor

Le hubiera gustado que le gustase, pero no, definitivamente él no era de esos. Y es verdad que hubiera pagado una fortuna por tener lo que sus compañeros de gimansio guión spa guión lugar para afeminados gasta cremas llamaban estilo. Pero no era así, por suerte o por azar, era un tarugo al que ni los salesianos primero, ni las francesas (previo pago guión hijos guión divorcio sin separación de bienes) después supieron refinar. Su perversión por la pedrería de postín le valió en el Club de Campo, guión Golf guión lounge para reuniones de alcoholicas amargadas, el soberano sobrenombre de bruto en diamante. Su ático del centro no tenía siquiera la tilde en su lugar. A pesar de haber contratado al mayor especialista en arquitectura de interiores guión decorador guión gay muy comprometido con su lobby, nada convirtió en distinguido aquel último piso con terraza de la calle menos vulgar de Madrid. Era difícil ser él, debía conjugar el snobismo de diario de páginas naranjas con sus ganas de dejarlo todo y convertirse en el rey de lo cutre. Los estantes del salón de aquel loft estilo americano guión casa no apta para cualquiera guión lugar sin paredes y muy frío en invierno estaban repletos de discos vinilos de Cole Porter, Coltrane, Parker o Goodman. Así cuando invitaba a alguna de esas chicas impresionadas por el oropel de su brillantina guión mujeres de veloz tren de vida guión señoronas de vermouth a la una fingía tararear un charles de batería. Bien es cierto que jamás encendía el equipo de música de ultimísima tecnología japonesa de doble plato para discos y gafas de sol para solarium, más por no entender su funcionamiento que por miedo al ridículo /hasta ahí podríamos llegar/. Lo que Camino guión algo pija guión tal vez murciana guión trabajadora del Mediamarkt con licenciatura en sociología no sabía, es que, durante años, había comprado los discos a pares para intercambiar las fundas y demostrar así su gusto refinado por la música "culta" que en su caso quedaba por un sombrío amor por unas tapas duras. Así la Leyenda del tiempo de Camarón escondía en realidad a una ristra de temas bien colgados a la manera de pasodoble que Emilio el Moro había grabado para algunas bodas de oro de alguna asociación de amigos de lo cutre. Camino, qué haces... y la aguja de aquel tocadiscos comenzó a sonar. Y bien es cierto que Camino tenía oído pues en su huida introdujo el sonoro timbre de su portazo a tiempo.

viernes, 26 de diciembre de 2008

Cuento de nochebuena

No, señor, aquí no puede aparcar, va a venir ahora mi hijo de Madrid. Y el conductor, deshecho su orgullo ante aquel cuerpo arrugado, encorvado, dio marcha atrás y salió del espacio que ocupaba la anciana. Llevaba allí ya una hora y este era el séptimo o el octavo conductor que intentaba, sin conseguirlo, aparcar ahí su coche. Menos mal que nadie se ha negado a irse, pensaba Amparo. No es fácil aparcar en este barrio, o al menos no lo era antes. Y este sitio, delante de la puerta de casa…Caían pequeñas gotas de lluvia, pero ella llevaba puesto un gorro, por lo que su cabeza no se mojaba. Tampoco sus pies, el lugar por donde se cogen los catarros, le había dicho siempre su ya fallecido tío Gabriel. Antes de salir de casa corriendo al ver por su ventana el sitio vacío, había tenido tiempo de calzarse con esos zapatos de cuero que con tanto esmero desempolvaba cada nochebuena. Alguna vecina la preguntaba, a veces, que porque tan sólo los utilizaba aquel día. Ella solía no contestar, o sonreírlas, sin más, diciendo que así no se estropearían nunca. Pero en su interior pensaba que, de algún modo, hay prendas que son más para sentirlas que para vestirlas, y que cada vez que se viste una con ellas algo se desgarra, como cuando con treinta años se veía obligada a comer las tartas en forma de corazón que su hijo la llevaba preparadas del colegio.
Y allí, mientras esperaba en la calle, miraba las ventanas pensando en la imperfecta distribución de luces y ruidos que hay en esas noches, pensando también en los coches, cada vez más escasos, que circulaban frente a ella: ¿A dónde irán estos hoy? Y uno de ellos tenía que ser su hijo. Había dejado ya de llover, por lo que se deshizo de su sombrero guardándolo en uno de los bolsillos de su bata. La dolía ligeramente la espalda, menos de lo que debería dolerla, pues últimamente cada vez que iba a hacer la compra tenía que pedir al simpático encargado del mercado que se la llevara a casa. Un día le enseñaré a hacerla por Internet, le había dicho él. Y pensando aquello sonrió por un momento. Pero hacía frío, así que acercó los pliegues de su bata al cuello. Miró y vio un coche que se acercaba a lo lejos. Sintió un profundo nerviosismo, unido a un ímpetu tal que le hizo acercarse al borde la carretera para ver más de frente aquellas luces cegadoras. Pensó en lo feliz que sería si aquel fuera su hijo. Y en que sino fuera así, aun le tocaría pasar un rato más envuelta en aquel insoportable frío.
- Perdone, ¿me deja aparcar?, dijo una voz dentro del coche.