viernes, 16 de enero de 2009

Una de vampiros

Sentado cómodamente en la butaca, en cualquier butaca y más en concreto, en la que elegí a mi gusto, pues estaba sólo en el cine, bueno, casi solo. Tenía una bolsa de palomitas, inmensa, como las que compraba de pequeño en los Proyecciones y luego vertía, sutilmente, casi escanciando, en las cabezas de los situados en el patio bajo de butacas, sólo que ahora no había anfiteatros ni cabezas, sólo una pantalla en negro, las butacas, mi butaca y yo sobre ella, fusión perfecta de elementos sólo disuelta por la incómoda presencia de esa espantosa mujer. Pero eso no me preocupaba, su horrible fealdad quedaba alejada de mí por miles de invisibles sustancias sólo franqueables por mi mirada, pues estaba convencido de que si ella se atreviese a acercarse físicamente hacia mí, alguna desconocida e innombrable ley del universo se encargaría de repelerla; un mundo donde los dos tuviéramos cabida de manera simultánea estaba fuera de todo sentido. Así pues empezó la película: una de vampiros. Uhh, uhh, susto. Y de repente pasó. Los vampiros comenzaron a hablarme. Sin yo pedírselo, se dirigían a mí, pero sin interesarse, como si me conocieran desde siempre. Y yo, sin entender muy bien cual era en realidad mi papel en su historia, comencé a deleitarme con lo bien que quedaba mi nombre en sus bocas: j-o-r-g-e, j-o-r-g-e…y así continuamente. Al parecer querían asaltar un fuerte invadido de hombres lobo que planeaban mi captura. ¿Qué harían después conmigo? Eso no llegaban a decirlo, aunque se deducía por la profusión de onomatopeyas que farfullaban que nada demasiado placentero. De repente noté una presencia a mi lado, rozando mi bolsa de palomitas, y penetrando a través de ese roce, en todo mí ser, como si aquel amasijo de grasa algodonada fuera uno más de mis apéndices. Era un vampiro, o una vampiresa para ser más exactos (recordemos que las diferencias entre una vampiresa y un vampiro no exceden ni reducen las diferencias habituales que existen entre un hombre y una mujer cualquiera). Tranquilo, me dijo, no te voy a hacer daño. No era hermosa, ni tenía colmillos sanguinolentos, el rastro seco de un grano mal reventado, incómodo y disimulado inquilino de su rostro, era lo más parecido a ello. Desde luego no era un personaje de la película, probablemente una vulgar emisaria. De repente sentí que me bajaba la bragueta y se metía en la boca eso que, sin yo darme cuenta, había cobrado vida independiente, tal vez sumándose de manera animosa a la ardua pelea que me esperaba contra los hombres lobo. La película se ponía interesante, un ritmo frenético la aderezaba, y la lucha entre esas corporativizadas subespecies de monstruos, era un continuo frenesí (durante ella he de reconocer que pensé seriamente en que aquella vampiresa era en realidad un hombre lobo tratando de minar mis fuerzas para la batalla). Y al final la explosión, los tiros, la metralla, el frío y el calor, mi vida a salvo, y la pálida luna de la pantalla, amasando una luz blanca y mortecina que resbala y resbala. Cerré los ojos y tomé aire. Como buscando un desconcierto en el que sumarme y al no encontrarlo, buscar al menos el gesto para asirme a él, como los monos aulladores de Méjico se asen a sus madres al saltar de un Calocedrus decurrens a un pinus ayacahuite. Al abrirlos no había nadie junto a mí y las luces del cine estaban encendidas. Y la cabeza de esa mujer horrenda, espantosa, había desaparecido, tal vez se la hubieran llevado los licántropos. Salí a la calle y por un instante, aunque tal vez por alguno más, eché de menos a esos vampiros que prestos, acudieron a rescatarme cuando más lo necesitaba.

viernes, 9 de enero de 2009

Sinfonía sinestésica con solo de clave en clave de sol (breves variaciones de retrato de un joven constructor)

La radio, irritante, irradiaba radianes y hacía la tarde radiante, a pesar de los rayos.
Todo gracias a la lúdica locura de la voz locutada del locutor: lugar de luces.
El traqueteo dejaba en trance, ya que el transporte traducía a Trane.
Mi murciana movía la mocha: mímesis como movimiento musical y del mismo modo mareo modélico.

El experto experimentaba una especie de expiación al espiar su vida privada.
Comentaba que en la colección de compactos del que ya era un clásico
escondía estéticas menos estudiadas:
popurris, pasodobles, populares...


Camino y Camarón. Camino conducía cuando Camarón cantaba. Charlie
Parker ponía las puntadas a su palíndroma y pusilánime permanencia en el planeta
saxofónico del sexo y las sesudas simientes de la senectud silente.
Héroes haberlos haylos. Hablar de heroínas es Hotra historia hábil.



lunes, 5 de enero de 2009

Retrato de un joven constructor

Sentada en el sofá, el de su casa, sobre su cojín de colores, con su mano apoyada sobre su mesa de cristal y madera de roble, con sus ojos fijos en la perfecta imitación del Klee que adornaba su pared. Y la veía así, relajada, esparciendo, con la falsa apariencia de un acto involuntario, migajas de esa seducción que ella intuía, le cautivaba. Y así era. Pues los pies de Camino no reposaban en la alfombra siguiendo los cánones establecidos de la correcta colocación de los pies sobre una alfombra. No. Se torcían en el aire, dibujando delfines en vuelo, que sólo acarician, en un eterno instante, su boca con el agua. Eran una lineal prolongación de sus piernas, trazo recto quebrado sólo por el color rojo de sus zapatillas, en contraste con el verde de su pantalón. Y tras admirarla en silencio, mientras preparaba una copa de martini, no pudo evitar contemplar aquel salón, el suyo, que tanto le deleitaba. Su contraste de colores; la biblioteca, llena de libros viejos que algún día leería; la alfombra persa, discreta, ficticia reminiscencia de lugares a los que viajaría en algún momento; y por último aquel cuadro, sugerente, de ese artista del que jamás había oído hablar pero que a raíz de su adquisición, recomendada por un amigo diseñador suyo, y previo paso por una compulsiva búsqueda en google, se había convertido en su favorito.

Ella se levantó del sofá. Se acercó a su colección de discos con ese andar que él consideraba tan perfecto. Como una acróbata de la entrebaldosa, parecía seguir una línea recta, cruzando sus piernas a cada paso; escurriendo el jugo de sus muslos, como vertíendo afluentes de lujuria sobre la triagulada sombra que dibujaban en la pared. La vio estirando su cuello para ver más de cerca el lateral de los cds. Pensó en Porter, en Goodman, en esos acordes que esbozaban a la perfección una música que bien podría ser, algún día, la de su vida, pero que ahora, reposaba en aquellas cajas de plástico, cultivando en barbecho la existencia de ese otro que Camino, con cierta torpeza, condensaba en melodías para ella desconocidas, quizás inexplorables. Y agradeció cuando ella, quizás por preferencia musical, quizás porque no quería verse inmersa en una engorrosa conversación jazzistica, optó por algo más accesible: La senda del tiempo, de Camarón. Se preparaba para oir las primeras notas cuando, súbitamente, recordó, prístino, el momento en que había introducido en la caja de ese cd un disco de Emilio el Moro que tanto se dejaba a sí mismo oir en los momentos de extravío. Y pensó en correr, sabotear su señorismo aporreando con sus zapatos de ante la alfombra hasta desangrarla; pensó en gritar, sí, con eso habría bastado; pensó incluso en llamarla, decirla que se acercase, y besarla como tanto llevaban pidiendo aquellos ojos durante la noche y que por fines puramente artísticos, reposaban aun en una aterciopelada sala de espera con aroma a incienso y música de Vivaldi, no demasiado alta, quizás más que en el tren pero menos que en el dentista. Pero en lugar de todo eso, él se quedó quieto. Miró agotado y vencido como Camino ponía el disco. Y cerró los ojos.