jueves, 12 de febrero de 2009
MEMORIAS DE UN DESMEMORIADO
Empiezo a escribir estas memorias a la edad de veintitrés años. Hubiera querido jubilarme a los diecinueve como Rimbaud, pero tampoco yo soy francés y no me compadezco de ello.
¡Veintitrés años! El lector, esa entidad (pati) difusa, fusa, semifusa y corchea se preguntara:
LECTOR: ¿Veintitrés años? ¿No es pronto para escribir unas memorias?
Sería de mal gusto dejar esa pregunta sin respuesta, más que nada no por educación, sino porque queda feo eso de dejar un hueco en la página donde debía haber contestado. Además, se gasta papel y se matan árboles innecesariamente (por lo que desde este momento escribo en hojas hechas con árboles vivos)
Si escribo unas memorias tan pronto es por una cuestión de necesidad ¿De desahogarme? ¿De contar lo vivido? También. Quizás. Es la necesidad de tener una memoria (que uno tiene una edad como para tenerla, digo yo) La razón de las memorias (obsérvese el delicado juego de palabras) obedece (decía/escribía) a una cuestión de necesidad. Para ser sinceros (una mano en el corazón y la otra en la Biblia, ahora estoy escribiendo con la boca) también se debe a una cuestión de temor. Fue ni más ni menos una noticia de divulgación (para el vulgo) científica su génesis: la regeneración de nuestras células cada ciertos años (aunque los años de la persona sean inciertos, también se cumple la máxima). Así que esto se extiende, en buena lógica como es ninguna, a las células del cerebro. “Pierdo memoria a medida que gano años”1. Y si ya de por mí soy olvidadizo y despistado, este plus científico me hace uno en potencia. Ya sé que se recordará mi obra, mis estatuas y el nombre de mi calle (o la calle con mi nombre), pero ninguna de ellas, como material inerte que son, puede narrar mi vida (que para mí es muy importante, para usted quizá no, pero es vital, que dirían algunos). Como razón última acudo a la comodidad: es siempre mejor tener la memoria bien guardada en un armario y usarla cuando convenga (como la ropa de invierno)que llevarla todo el día encima como trasto inútil, sin saber si se usará o no.
Y ahora que me he quitado este peso de encima:
EL AUTOR: ¡Cuán ligereza en la cabeza!
Y aunque con la memoria
Pretenda hacer historia
Prefiero guardarla y
Cuando vaya a usarla
Desempolvarla.
Se la dejo aquí escrita
Por si usted la necesita
Y ya me despido, amigo mío,
Muy agradecido
Esperando haberle complacido.
LA CLAC: ¡Bravo, bravísimo, bravillo! ¡Bravo Murillo! ¡Una de bravas!
EL CAMARERO: ¡Marchando!
------------
1- La frase ha quedado atribuida a un elefante, que no sabiendo escribirla tuvo que ser escrita por JF. Goodart, quedando así como un gran silogista, lógico y creador de máximas, mínimas y apólogos.
viernes, 16 de enero de 2009
Una de vampiros
Sentado cómodamente en la butaca, en cualquier butaca y más en concreto, en la que elegí a mi gusto, pues estaba sólo en el cine, bueno, casi solo. Tenía una bolsa de palomitas, inmensa, como las que compraba de pequeño en los Proyecciones y luego vertía, sutilmente, casi escanciando, en las cabezas de los situados en el patio bajo de butacas, sólo que ahora no había anfiteatros ni cabezas, sólo una pantalla en negro, las butacas, mi butaca y yo sobre ella, fusión perfecta de elementos sólo disuelta por la incómoda presencia de esa espantosa mujer. Pero eso no me preocupaba, su horrible fealdad quedaba alejada de mí por miles de invisibles sustancias sólo franqueables por mi mirada, pues estaba convencido de que si ella se atreviese a acercarse físicamente hacia mí, alguna desconocida e innombrable ley del universo se encargaría de repelerla; un mundo donde los dos tuviéramos cabida de manera simultánea estaba fuera de todo sentido. Así pues empezó la película: una de vampiros. Uhh, uhh, susto. Y de repente pasó. Los vampiros comenzaron a hablarme. Sin yo pedírselo, se dirigían a mí, pero sin interesarse, como si me conocieran desde siempre. Y yo, sin entender muy bien cual era en realidad mi papel en su historia, comencé a deleitarme con lo bien que quedaba mi nombre en sus bocas: j-o-r-g-e, j-o-r-g-e…y así continuamente. Al parecer querían asaltar un fuerte invadido de hombres lobo que planeaban mi captura. ¿Qué harían después conmigo? Eso no llegaban a decirlo, aunque se deducía por la profusión de onomatopeyas que farfullaban que nada demasiado placentero. De repente noté una presencia a mi lado, rozando mi bolsa de palomitas, y penetrando a través de ese roce, en todo mí ser, como si aquel amasijo de grasa algodonada fuera uno más de mis apéndices. Era un vampiro, o una vampiresa para ser más exactos (recordemos que las diferencias entre una vampiresa y un vampiro no exceden ni reducen las diferencias habituales que existen entre un hombre y una mujer cualquiera). Tranquilo, me dijo, no te voy a hacer daño. No era hermosa, ni tenía colmillos sanguinolentos, el rastro seco de un grano mal reventado, incómodo y disimulado inquilino de su rostro, era lo más parecido a ello. Desde luego no era un personaje de la película, probablemente una vulgar emisaria. De repente sentí que me bajaba la bragueta y se metía en la boca eso que, sin yo darme cuenta, había cobrado vida independiente, tal vez sumándose de manera animosa a la ardua pelea que me esperaba contra los hombres lobo. La película se ponía interesante, un ritmo frenético la aderezaba, y la lucha entre esas corporativizadas subespecies de monstruos, era un continuo frenesí (durante ella he de reconocer que pensé seriamente en que aquella vampiresa era en realidad un hombre lobo tratando de minar mis fuerzas para la batalla). Y al final la explosión, los tiros, la metralla, el frío y el calor, mi vida a salvo, y la pálida luna de la pantalla, amasando una luz blanca y mortecina que resbala y resbala. Cerré los ojos y tomé aire. Como buscando un desconcierto en el que sumarme y al no encontrarlo, buscar al menos el gesto para asirme a él, como los monos aulladores de Méjico se asen a sus madres al saltar de un Calocedrus decurrens a un pinus ayacahuite. Al abrirlos no había nadie junto a mí y las luces del cine estaban encendidas. Y la cabeza de esa mujer horrenda, espantosa, había desaparecido, tal vez se la hubieran llevado los licántropos. Salí a la calle y por un instante, aunque tal vez por alguno más, eché de menos a esos vampiros que prestos, acudieron a rescatarme cuando más lo necesitaba.
viernes, 9 de enero de 2009
Sinfonía sinestésica con solo de clave en clave de sol (breves variaciones de retrato de un joven constructor)
Todo gracias a la lúdica locura de la voz locutada del locutor: lugar de luces.
El traqueteo dejaba en trance, ya que el transporte traducía a Trane.
Mi murciana movía la mocha: mímesis como movimiento musical y del mismo modo mareo modélico.
El experto experimentaba una especie de expiación al espiar su vida privada.
Comentaba que en la colección de compactos del que ya era un clásico
escondía estéticas menos estudiadas:
popurris, pasodobles, populares...
Camino y Camarón. Camino conducía cuando Camarón cantaba. Charlie
Parker ponía las puntadas a su palíndroma y pusilánime permanencia en el planeta
saxofónico del sexo y las sesudas simientes de la senectud silente.
Héroes haberlos haylos. Hablar de heroínas es Hotra historia hábil.
lunes, 5 de enero de 2009
Retrato de un joven constructor
Ella se levantó del sofá. Se acercó a su colección de discos con ese andar que él consideraba tan perfecto. Como una acróbata de la entrebaldosa, parecía seguir una línea recta, cruzando sus piernas a cada paso; escurriendo el jugo de sus muslos, como vertíendo afluentes de lujuria sobre la triagulada sombra que dibujaban en la pared. La vio estirando su cuello para ver más de cerca el lateral de los cds. Pensó en Porter, en Goodman, en esos acordes que esbozaban a la perfección una música que bien podría ser, algún día, la de su vida, pero que ahora, reposaba en aquellas cajas de plástico, cultivando en barbecho la existencia de ese otro que Camino, con cierta torpeza, condensaba en melodías para ella desconocidas, quizás inexplorables. Y agradeció cuando ella, quizás por preferencia musical, quizás porque no quería verse inmersa en una engorrosa conversación jazzistica, optó por algo más accesible: La senda del tiempo, de Camarón. Se preparaba para oir las primeras notas cuando, súbitamente, recordó, prístino, el momento en que había introducido en la caja de ese cd un disco de Emilio el Moro que tanto se dejaba a sí mismo oir en los momentos de extravío. Y pensó en correr, sabotear su señorismo aporreando con sus zapatos de ante la alfombra hasta desangrarla; pensó en gritar, sí, con eso habría bastado; pensó incluso en llamarla, decirla que se acercase, y besarla como tanto llevaban pidiendo aquellos ojos durante la noche y que por fines puramente artísticos, reposaban aun en una aterciopelada sala de espera con aroma a incienso y música de Vivaldi, no demasiado alta, quizás más que en el tren pero menos que en el dentista. Pero en lugar de todo eso, él se quedó quieto. Miró agotado y vencido como Camino ponía el disco. Y cerró los ojos.
sábado, 27 de diciembre de 2008
Retrato de un jóven constructor
viernes, 26 de diciembre de 2008
Cuento de nochebuena
Y allí, mientras esperaba en la calle, miraba las ventanas pensando en la imperfecta distribución de luces y ruidos que hay en esas noches, pensando también en los coches, cada vez más escasos, que circulaban frente a ella: ¿A dónde irán estos hoy? Y uno de ellos tenía que ser su hijo. Había dejado ya de llover, por lo que se deshizo de su sombrero guardándolo en uno de los bolsillos de su bata. La dolía ligeramente la espalda, menos de lo que debería dolerla, pues últimamente cada vez que iba a hacer la compra tenía que pedir al simpático encargado del mercado que se la llevara a casa. Un día le enseñaré a hacerla por Internet, le había dicho él. Y pensando aquello sonrió por un momento. Pero hacía frío, así que acercó los pliegues de su bata al cuello. Miró y vio un coche que se acercaba a lo lejos. Sintió un profundo nerviosismo, unido a un ímpetu tal que le hizo acercarse al borde la carretera para ver más de frente aquellas luces cegadoras. Pensó en lo feliz que sería si aquel fuera su hijo. Y en que sino fuera así, aun le tocaría pasar un rato más envuelta en aquel insoportable frío.
- Perdone, ¿me deja aparcar?, dijo una voz dentro del coche.