Sentada en el sofá, el de su casa, sobre su cojín de colores, con su mano apoyada sobre su mesa de cristal y madera de roble, con sus ojos fijos en la perfecta imitación del Klee que adornaba su pared. Y la veía así, relajada, esparciendo, con la falsa apariencia de un acto involuntario, migajas de esa seducción que ella intuía, le cautivaba. Y así era. Pues los pies de Camino no reposaban en la alfombra siguiendo los cánones establecidos de la correcta colocación de los pies sobre una alfombra. No. Se torcían en el aire, dibujando delfines en vuelo, que sólo acarician, en un eterno instante, su boca con el agua. Eran una lineal prolongación de sus piernas, trazo recto quebrado sólo por el color rojo de sus zapatillas, en contraste con el verde de su pantalón. Y tras admirarla en silencio, mientras preparaba una copa de martini, no pudo evitar contemplar aquel salón, el suyo, que tanto le deleitaba. Su contraste de colores; la biblioteca, llena de libros viejos que algún día leería; la alfombra persa, discreta, ficticia reminiscencia de lugares a los que viajaría en algún momento; y por último aquel cuadro, sugerente, de ese artista del que jamás había oído hablar pero que a raíz de su adquisición, recomendada por un amigo diseñador suyo, y previo paso por una compulsiva búsqueda en google, se había convertido en su favorito.
Ella se levantó del sofá. Se acercó a su colección de discos con ese andar que él consideraba tan perfecto. Como una acróbata de la entrebaldosa, parecía seguir una línea recta, cruzando sus piernas a cada paso; escurriendo el jugo de sus muslos, como vertíendo afluentes de lujuria sobre la triagulada sombra que dibujaban en la pared. La vio estirando su cuello para ver más de cerca el lateral de los cds. Pensó en Porter, en Goodman, en esos acordes que esbozaban a la perfección una música que bien podría ser, algún día, la de su vida, pero que ahora, reposaba en aquellas cajas de plástico, cultivando en barbecho la existencia de ese otro que Camino, con cierta torpeza, condensaba en melodías para ella desconocidas, quizás inexplorables. Y agradeció cuando ella, quizás por preferencia musical, quizás porque no quería verse inmersa en una engorrosa conversación jazzistica, optó por algo más accesible: La senda del tiempo, de Camarón. Se preparaba para oir las primeras notas cuando, súbitamente, recordó, prístino, el momento en que había introducido en la caja de ese cd un disco de Emilio el Moro que tanto se dejaba a sí mismo oir en los momentos de extravío. Y pensó en correr, sabotear su señorismo aporreando con sus zapatos de ante la alfombra hasta desangrarla; pensó en gritar, sí, con eso habría bastado; pensó incluso en llamarla, decirla que se acercase, y besarla como tanto llevaban pidiendo aquellos ojos durante la noche y que por fines puramente artísticos, reposaban aun en una aterciopelada sala de espera con aroma a incienso y música de Vivaldi, no demasiado alta, quizás más que en el tren pero menos que en el dentista. Pero en lugar de todo eso, él se quedó quieto. Miró agotado y vencido como Camino ponía el disco. Y cerró los ojos.
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